El 21 de noviembre de 2006, dejó de existir
el periodista y locutor José Antonio Fernández, tras una lucha sin tregua por
sobrevivir a los golpes y acechanzas del tiempo. Desde Macapo donde nació hasta Ciudad Bolívar
donde murió transcurrieron 79 años, tiempo durante el cual estudio, se formó y
ejerció como locutor de Ondas Porteñas y director de Radio Bolívar, como
periodista y director del diario El Bolivarense, corresponsal de El Nacional,
Secretario General de la AVP y directivo del Colegio
de Periodistas y de la
Asociación de Escritores, fundador de la Asociación de
Coleos. La Manga de Coleo de Soledad
lleva su nombre.
Escribió
varios libros: Cacho en Manga, Hombre Vernáculo, Nicolás Felizzola Tigre de Matas
Altas, La Década
Sombría y “De Cojedes
a Guayana”, más voluminoso –355 páginas- que los anteriores, y tenía que ser porque abarca cinco etapas de su vida
o una vida de siete decenios, desde que nace
y ya adulto sale de Macapo, tierra feraz de la geografía cojedeña, hasta quedar
definitivamente trasplantado en la
parte pedregosa y más angosta del
Orinoco.
El
ingeniero Ennio Rodríguez, soledadense radicado en Margarita, recoge en la
portada los elementos más relevantes de los
extremos geográficos de quien emergió a
la vida entre caballos y reses y queda
atrapado por la magia de un paisaje físico flotando en la naturaleza fluvial y selvática más antigua
de América.
En
esta obra, José Antonio Fernández
mantiene, sin rubor, su vocación biográficamente existencial, convencido de que
cada ser como protagonista o testigo, tiene
una historia real o ilusa que
contar. Él, como actor principal y
observador que invoca la imposible ubicuidad, cuenta su propia historia y de
paso la de los pueblos y los hombres que
lo vieron pasar o sintieron de alguna manera sus pasos de transeúnte
afanoso que buscaba afianzarse en
algún lugar, si no propiamente en el de
la promisión bíblica, al menos, en aquel
donde el calor humano no se mendiga sino que se conquista con el candor
y la calidad de la actuación.
Porque,
como lo observó Calderón de la Barca, “la vida es un teatro” donde cada quien
desempeña, a gusto o disgusto, un papel
que bien o mal han de calificar o juzgar los demás.
El
rol de Fernández fue el de locutor y periodista, circunstancialmente retraído en otras actividades como la
del quehacer llanero tan lleno de reminiscencias paternas, tratando de hacerlo
lo mejor posible toda vez que en ello iba implicado también el provecho de
subsistencia y prevención muy legítimos, tanto
para sí como para una familia que fue creciendo en la medida del amor y
del natural anhelo de perpetuación.
No
le fue fácil desempeñar este rol. Como
no lo es para un ser también viviente como el Orinoco, recoger las aguas de
Venezuela desde la Parima
y llevarlas hasta el mar. En el trayecto
del río, escasamente eludibles son las piedras.
A veces las aguas tienen que transformarse en raudales enfurecidos para poder franquear las barreras, y así como hay piedras que decrecen de tanto rodar
y rodar, hay otras que se aglomeran
y crecen por acumulación o telurismo orogénico hasta llegar a ser
inexorables y si Fernández, en su caso particular, se encontró con alguna
inconmensurable, es obvio, por lo visto, que jamás se amilanó sino que sostuvo
con valor su lucha, aunque a veces haya tenido que retroceder para tomar
aliento o reclamar solidaridad.
JAF
jamás aflojó, ni siquiera cuando la muerte decidió descargarle con rabia su
guadaña. Y es que mientras el músculo
del cerebro permanece activo siempre habrá una brecha por donde escapar y
tratar de sobrevivir, auque sea, fuera
de la cubierta de la piel, en las hojas impresas de un libro.