José Luis Cestari estrenó no ha
mucho sin aspaviento un nuevo libro y un
nuevo estilo en su oficio de poeta, alternado con el canto y el ejercicio de la
medicina. Percibimos una prosa donde no
deja de colarse la subjetividad poética, a veces rayana en la crónica objetiva,
simple y cotidiana, pero que en todo caso, agrada y ayuda para que la
imaginación juegue con las figuras de la realidad. En su clarinada de corolario expresa que este
libro tan sólo es un esfuerzo para compartir su autoconciencia y estimular a
los lectores a que despierten la suya. Lo cierto es que estos relatos que recibí a través del prodigioso correo
electrónico, los he disfrutado plenamente.
El primero que
leí trata de un pájaro que lleva el nombre de Cristo, tal vez porque su
canto asocia la tonalidad de la
expresión del Cristo que fue. Este
relato es realmente hermoso y digno de
un poeta de exquisita sensibilidad como la suya, siempre aprehendiendo la
belleza en las realidades aunque sean trágicas como esta donde el Cristofué se
ausenta para siempre despojado de su
fronda.
El
poeta escribe sobre el país. Ver para
creer como Santo Tomás, porque sólo los escépticos no creen lo que está pasando
aquí porque quizás nadie dice lo que debería decir, seguramente porque es más
cómodo seguirle la corriente al que
pregunta para que le respondan lo que él solo quiere que le digan a fin de
estar contento consigo mismo aunque sus intenciones lo conduzcan por la vía del
Mitsu viejo, color trementina, con el que José Luis chocó en la vecindad de una
cola al final convertida en una entropía que parecía un informe gigante o un
molino de viento imposible de vencer con la lanza del Quijote.
El jueves 11
de abril de 2002 también fue un molino de viento imposible de derrotar. Hizo falta una estrella, aquella que en
Chirica iluminó la senda victoriosa de Piar y eclipsó la fortuna del Brigadier
hispano. De allí el llanto inconsolable
del Gabilito cuando navegaba en su barco de piedra sesgando de un lado a otro
para no llevarse por delante a los perros de agua. Porque en el agua de los
ríos y de los lagos también se encuentran
perros como en la tierra, perros nada parecidos a los hallados por Colón
en sus primeros viajes. Los perros de
ahora dejaron de ser salvajes gracias al desarrollo urbano y a la sociedad
industrial que los divide entre perros urbanos con pedigrí esmeradamente
cuidados, bien alimentados, y los
callejeros o realengos como este que el poeta describe en su crónica: perros
sin paternidad, hambrientos, llenos de cicatrices vivas, husmeando en el
desperdicio, como ahora los seres humanos de la marginalidad pordiosera de
América. Por supuesto, no viven en el
fango como las salamandras acuáticas, pero viven en el basurero o en las cuevas
como los ratones que un día cualquiera atormentaron el sueño de Doña Emilia,
quien seguramente comprende lo que es vivir en túneles, en la humedad limosa de
los alcantarillados y debajo los puentes donde
siempre moran sin rescate las Juana Petra a que alude la canción de
Víctor Medina. Juana Petra cargada de hijos marcados desde muy temprana edad con destinos complicados o sorprendentes
en un mundo que por contrasentido cada
día se acerca más a ese imperio del conocimiento del que solía hablar el sabio
Albert Einstein con el gato Fritz luego de horas enteras sumido en su teoría
general y restringida de la relatividad y de la naturaleza corpuscular de la
luz, coronados finalmente con un solo de violín, tres galletas de chocolate y
media taza de leche.
A veces al
sabio se le olvidaba dar los “Buenos días”, tan distraído como Tales de Mileto
que mirando los astros, cayó un día en un
pozo. Los “Buenos días”, ese
ritual cotidiano, suerte de lazo afectivo que nos une a la gente o con el cual
se pretende enlazar la inmutabilidad para hacerla amable o sonriente.